jueves, 24 de julio de 2014

La Tradición

Un señor que está sentado en la terraza de un café observa una aglomeración de gente reunida a cierta distancia de él. Se levanta y va a ver qué ocurre.
-¡Perdón, caballero! ¿Podría explicarme qué está mirando? 
-¡Oh, pobre de mí! -responde un curioso-. ¿Acaso usted cree que lo sé? ¡El último que sabía por qué estaba aquí se marchó hace por lo menos media hora! 

Los espectadores están ahí sin saber por qué. Este chiste nos describe la misteriosa tradición iniciática... Ciertas personas hablan de la Verdad, pero quienes la poseían desaparecieron hace siglos. Los que hoy dicen transmitida crean escuelas y enseñan llamando «secreto» a un conocimiento que ignoran.

Debemos tener cuidado de con quién nos comprometemos. ¿Estamos hablando con alguien que en realidad ha visto algo o con alguien que asegura que algún otro ha visto algo pero no sabe qué?
Hay abundancia de maestros de zen, de chan o budismo chino, de yoga tibetano, de tantra, de meditación trascendental, etc. Cada una de estas escuelas pone como meta la iluminación. Todas se refieren al Buda Shakyamuni, que en el siglo VI antes de nuestra era, meditando al pie de un árbol en la postura del loto, se iluminó. «Buda» significa «el que sabe». ¿El que sabe qué? ¡Eso nadie lo sabe! Para saberlo hay que convertirse en Buda... Durante siglos, innumerables estudiantes se han sentado a meditar, inmóviles como cadáveres, tratando de obtener algo que desconocen porque no lo han experimentado. La palabra «iluminación» es tan hueca como la palabra «transfunfación». Piensan los postulantes: «Si el Buda Shakyamuni se transfunfó, yo también, si medito lo suficiente, algún día me transfunfaré. Entonces ¡abriré una escuela y enseñaré a los demás a transfunfarse!».

En 1970, en París, asistí al encuentro de dos grandes artistas: el surrealista Jean Benoit y el pánico Roland Topor. Examinando los pies de un personaje dibujado por Topor, Benoit, que pasaba semanas, meses, trabajando incansablemente para lograr un cuadro perfecto, le dijo:
-Mire amigo, usted debería ir a estudiar con un zapatero: así, conociendo la técnica de la fabricación del calzado, sería capaz de dibujar zapatos a los que no se les puede quitar una sola línea. 
-Inútil -respondió Topor-. Yo quiero dibujar zapatos a los que siempre se les puedan agregar más líneas. 

Esto mismo sucede con la tradición. Unos agregan, otros quitan. El resultado es el mismo: nadie se transfunfa.

Cierto día por la mañana, un campesino fue a visitar a Mulá Nasrudín. Le llevó como regalo un pato. Nasrudín invitó al hombre a almorzar el ave, cocinada en sopa. El campesino regresó feliz a su campo... Horas más tarde, se presentaron unos muchachos:
-Somos los hijos del hombre que te regaló el pato. 
Fueron bien recibidos y bien tratados. Se les sirvió sopa. Se marcharon muy contentos... Más tarde aún vinieron dos nuevos visitantes. -Somos los vecinos del hombre que te trajo un pato. 
Mulá invitó a sus huéspedes a merendar... Por la noche, una familia entera pidió hospitalidad a Mulá.
-Somos los vecinos de los vecinos del hombre que te regalo un pato. 
Mulá los instaló en el comedor y al cabo de un rato trajo una enorme sopera llena de agua hirviendo. Sirvió un tazón de este líquido a cada uno de los convidados.
-Pero ¿qué es esto, señor Mulá? ¡Por Alá, nunca habíamos visto una sopa parecida! 
-¡Éste es el caldo del caldo del caldo de pato, para ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me trajo este maldito pájaro! 

En un momento dado, existe una verdad. Después, algunas personas procuran conocerla, pero reciben la versión de la versión de la versión de esa verdad. Y en el fondo, no obtienen nada...

Cuando el gran rabino Israel Baal Shem Tob veía que un ataque se tramaba contra su pueblo, se aislaba en cierto sitio del bosque, encendía una hoguera, recitaba una plegaria y entonces se producía el milagro: la amenaza quedaba anulada.
Más tarde, cuando su discípulo directo, el rabino de Mezeritch, debía rogar al cielo por las mismas razones, iba a ese lugar del bosque y decía:
-Escúchame, Dios: no sé cómo encender la hoguera, pero sí soy capaz de recitar la plegaria. 
Más tarde aún, el rabino Moshé Leib de Sassov, tratando de salvar a su pueblo, decía:
-No sé cómo encender la hoguera, no conozco la plegaria, pero puedo ubicar el lugar en el bosque. ¿Eso te basta, Señor? 
Después, cuando le tocó al rabino Israel de Rizhin eliminar la amenaza, sentado en su sillón, se tomó la cabeza entre las manos y le habló al Supremo:
-Soy incapaz de encender la hoguera, no conozco la plegaria, no puedo encontrar el sitio en el bosque. Todo lo que sé hacer es contar esta historia... ¡Ayúdame! 
Con el paso del tiempo, los discípulos de este rabino olvidaron la historia.

Poco a poco, agregando agua a la sopa de pato, desaparece el pato, y los que beben el líquido caliente no tienen nada que digerir.

Una mujer vuelve del mercado. Deposita en la mesa de su cocina un pescado que pesa medio kilo. Va unos minutos al baño. Cuando regresa, el pescado ha desaparecido... Pero, en un rincón, su gato se relame ronroneando. Va a darle unas palmadas, pero una duda la asalta. Toma al felino, lo coloca en una balanza y constata, con estupor, que pesa medio kilo.
-Pero ¿a dónde se ha ido el gato? -dice la cocinera.

Si aceptamos que el gato representa al Yo personal y el pescado al Yo esencial, comprenderemos que, en alguien que elude la búsqueda espiritual, sus cuatro egos cometen el fatal error de creer que el Yo personal es lo que importa, confundiéndolo, como hace la cocinera, con el Yo esencial. Ella, al pesarlo, considera que el gato es un pescado. Muchos de aquellos que se autoproclaman maestros de la Tradición son gatos que han devorado a su pescado.

Un señor, después de haber recorrido varios hoteles de la ciudad sin encontrar alojamiento, acaba en un local de dudosa categoría, situado en las afueras. El dueño le acompaña a la habitación.
-¡Cómo es posible! ¡Estas sábanas están asquerosamente sucias! -¡Qué raro! -contesta el propietario-. Todos los que durmieron en ellas estos meses no dijeron nada... 

En el Tarot de Marsella, el arcano XVI se llama «La Maison-Dieu». En español Maison significa «Casa» y Dieu, «Dios». No se trata de la casa de Dios, sino de la Casa-Dios, la casa que es Dios. El primer cliente que llegó a ese hotel (Casa-Dios) tuvo unas sábanas limpias (la Verdad). Dejó impresos en ellas el olor y los humores de su cuerpo. Le dio a la Verdad su toque personal. Los dulces tienen distintos sabores, pero el azúcar es el mismo. La Verdad se hace Buda, Mahoma, Cristo... Luego, las sábanas son holladas por imitadores que agregan a las huellas del Maestro sus delirios personales. Creen que resolviendo absurdos acertijos o permaneciendo inmóviles, de rodillas, con la columna vertebral estirada y los dedos cruzados, o bien repitiendo sin cesar racimos de palabras consideradas sagradas, acabarán por transfunfarse.

¿Cuál sería una visión aproximada del estado espiritual del primer Buda? Ninguna palabra puede transmitimos algo que se realiza a través de la experiencia, que no es un concepto sino una sensación, un sentimiento, un acto natural como la maravillosa eclosión de una flor. Lo que el Buda realizó espiritualmente, en la mudez y el silencio, nos interesa. Lo que cuentan que él dijo luego, son sábanas sucias.

Un discípulo le pregunta a Ramakrishna:
-Maestro, en cada país, en cada templo, las esculturas que representan al Buda son diferentes. ¿Esto le molesta? 
-No -le responde Ramakrishna-. Si bien es cierto que son diferentes, todas ellas muestran la misma sonrisa. Y eso es lo esencial. 

Un día en Benarés, durante un sermón ante una gran asamblea, el Buda Shakyamuni tomó una flor y la hizo girar con delicadeza entre sus dedos. Nadie comprendió aquel gesto, sólo su discípulo Mahakasyapa sonrió. Entonces el Buda le dijo: «Tú eres el único que ha comprendido la esencia de mi enseñanza». El maestro Mumon Ekai (o Wumen Huikai, en chino), gran bebedor de sopa de sopa de sopa de pato, interpreta así este acontecimiento declarando que Mahakasyapa se transfunfó: «Mientras los demás cavilaban sobre el significado de la enseñanza que el Buda acababa de dar, sólo Mahakasyapa -cuyo espíritu brillaba, disponible, sin obstáculos, perfectamente puro- estaba presente, en total unión con el espíritu del Maestro. Cuando el Buda levantó la flor, apareció la raíz. Mahakasyapa sonrió y, tanto en la tierra como en el cielo, los seres quedaron sorprendidos».

Para obtener algo provechoso de esta leyenda tendríamos que eliminar las interpretaciones que explican la sonrisa como una total unión con el espíritu del Maestro, como si la meta principal fuera hacerse uno con el Buda. Si eso fuese la iluminación, ¿cómo podría haberla obtenido Shakyamuni?, pues como fue el primero no tenía un maestro con quien unir su espíritu. Por otra parte, si el discípulo está en perfecta unión con el Buda, no se le puede adjudicar un espíritu superior. Si él y el Maestro son uno, nadie da, nadie recibe, no hay intercambio. Decir que en la tierra y en el cielo los seres se sorprenden es un cuento de hadas que revela que Mumon Ekai estaba transfunfado, pero no iluminado.
El conocimiento real no puede ser transmitido de un hombre a otro, un individuo sólo puede ser guiado hasta el lugar donde es posible adquirirlo. Y es necesario que capte la verdad no sólo intelectualmente, con su cerebro; sino también intuitivamente, con su corazón; instintivamente, con su sexo; y vitalmente, con su cuerpo.

Al atravesar el muro de las ideas locas, los sentimientos posesivos, los deseos encadenadores y las necesidades inducidas, nos liberamos de pasados y futuros que no son nuestros y comenzamos a ser nosotros mismos. Para llegar a este punto hemos tenido que recorrer un largo camino: el Yo artificial -que desde el nacimiento nos implanta la familia y la sociedad- ha puesto en acción mecanismos de defensa para no afrontar los recuerdos de experiencias traumáticas, consiguiendo así mantener velados pensamientos que causan ansiedad. Satisfacemos las necesidades reprimidas entregándonos a otra necesidad tan ajena como la primera, pero más segura. O las sublimamos, realizando algo que resulta falso pero que la moral permite; o bien agredimos a personas más débiles que nosotros; o destruimos objetos, desplazando así los impulsos sexuales que nos avergüenzan. Como los bebedores de sopa de sopa de sopa de pato, adoramos ídolos y aumentamos nuestra autoestima identificándonos con divas, campeones, gurús o sectas que consideramos poderosas o sagradas... Reprimimos nuestras pulsiones -producto de abusos sufridos durante nuestra infancia y que nos angustian si las reconocemos como propias- para proyectarlas en otros, como por ejemplo una homosexualidad no asumida: «No soy yo el que desea a todos los hombres, es la ninfómana de mi esposa». Disfrazamos los deseos perversos expresándolos descaradamente con su forma contraria: «¡Qué horror: debería castrarse a todos los pedófilos!», exclama una madre que ha abusado sexualmente de su hijo. Un conflicto o una frustración nos hace regresar a estados anteriores de nuestro desarrollo. Si nuestra madre odia a los hombres, para no perder su amor rechazamos hacernos adultos y permanecemos siendo niños. Reaccionamos con ataques de rabia cuando nos indican nuestros defectos y errores personales. Nos convertimos, por miedo al rechazo, en aduladores; explotamos las amistades buscando beneficios sociales; acumulamos cosas y hechos inútiles; establecemos relaciones superficiales guiados por objetivos financieros; producimos sin cesar objetos absurdos; ponemos barreras emocionales para mantener la distancia. Vivimos constantemente semiapartados de los otros y del mundo.
Los ensuciadores de sábanas piensan que la sonrisa de Mahakasyapa es el resultado de haber vencido todo esto, un reflejo de la satisfacción por los triunfos conseguidos sobre problemas pasados y angustias futuras. Sintiéndose vacíos, sin palabras, sin emociones, sin deseos, y como los gurús de los gurús de los gurús les han dicho que para lograr la realización espiritual es preciso desidentificarse del cuerpo, creen que la sonrisa de este discípulo predilecto es simplemente un gesto que indica que ha entrado en el desencarnado estado de la transfunfación. ¡No han comprendido nada!

Como una flor girando en el océano de la Consciencia divina, emitiendo de forma natural su perfume, fluyendo entremezclado con el tiempo, convertido en ofrenda total, sin meta, sin desear convencer a nadie, gozando de pertenecer a la inmensa joya que es el instante universal, Mahakasyapa muestra una sonrisa que no abarca sólo sus labios, sino su Cuerpo entero, su Alma entera, su Espíritu entero. Sonríe cada célula de su carne, sonríen su piel, sus cabellos, sus huesos, sus vísceras, sonríe su sangre... Ha aprendido a morir, a ceder su Consciencia al misterio eterno. Como se sabe efímero, considera el instante como una oportunidad única, siente que su cuerpo, aunque creado con la materia del Todo, es lo único que puede definirlo como individuo, por eso sonríe. Esa sonrisa es la sonrisa de la eternidad brillando como un faro en la sagrada carne. Cuando Mahakasyapa escucha a Shakyamuni decir «Poseo el ojo del Dharma, el espíritu del despertar. Ahora te lo transmito», sonríe porque sabe que no hay ninguna transmisión, ningún deber, ninguna iluminación que alcanzar. Es un cuerpo-templo transido de la alegría de vivir, habitado por un espíritu que le ha sido prestado, un cáliz de cristal puro que contiene una gota del océano divino. Sabe que la conservará hasta el momento de la muerte, donde en pleno éxtasis la entregará sin dificultad. <
Un monarca que se encuentra muy enfermo llama a todos los sabios de su reino y les pide que resuman su saber en un solo libro. Pasan seis meses. Los sabios presentan al rey un grueso volumen y éste les dice:
-Mis días están contados. Nunca llegaré a leer tantas páginas. Resumid este libro en un solo capítulo. Hacedlo rápidamente. 
Al cabo de una semana regresan los sabios con diez páginas. El monarca ha empeorado. Balbucea:
- Demasiado tarde: sólo me queda energía para leer una página. 
Los sabios se apresuran a resumir el capítulo. Cuando le entregan la página, el rey tiene ya dificultad para ver, y les dice:
-Decidme todo su saber en una frase. 
Los sabios, tras unos instantes de profunda reflexión, le dicen: -Se nace, se sufre, se muere.
El rey suspira con aflicción y murmura:
-Daría la mitad de mi tesoro a quien me dijera una frase más sabia que ésa. 
Uno de los viejos monjes que desde niño han servido al rey le dice: -No se nace, no se muere.

El rey sonríe tristemente. Comprende la vacuidad del ego. Sin embargo, aún no está satisfecho. Gime:
-Daría todo mi tesoro a quien me dijera una frase aún más sabia que ésa. 
El segundo monje, más anciano aún que su compañero, sonríe y le dice al oído:
-Se nace, se vive, se muere, ¡qué maravilla! 
El rey comprende. Feliz, da su último suspiro.

¿Se puede buscar lo que uno no conoce? El pensador francés Pascal escribió: «No me buscarías si no me hubieras ya encontrado» .
A la hora de la comida, un niño se acerca a su padre y le dice: -Quiero que esta noche no me esperes. 
-¡Cómo que no te espere! ¿Por qué? 
-Porque ya llegué, papá. 

Lo que queremos ser, ya lo somos.


∼✻∼
Consejos de Alejandro Jodorowsky, en Cabaret Místico” 
Imagen: Forest Kalika by Nectyrnal

No hay comentarios:

Publicar un comentario