viernes, 14 de noviembre de 2014

La Felicidad De Envejecer (Séptima Parte)


El santo civil, contrariamente a lo que se nos ha inculcado al respecto, no espera con impaciencia su muerte. No aspira a un más allá, sino a un más acá. Para él, Dios no está en el presente sino que es el presente mismo. Cada segundo es sagrado. Al despertarse, siente como un regalo maravilloso estar aún en el mundo. Acepta con inmenso placer su existencia y la de los otros. Evita las destrucciones inútiles y dedica sus esfuerzos a construir jardines, sean éstos materiales o espirituales. No teme entregarse a esta locura divina que es la alegría de vivir. La sabiduría que le ha dado su longevidad, la comunica generosamente. No cree que guardar conocimientos secretos sea una forma de tener poder. El pan compartido es el mejor. 

El santo civil, sabiéndose conectado a la fuente sagrada, respeta las ideas positivas que recibe y las transmite naturalmente, sin hacer esfuerzos por convencer. Las siembra, sin despreciar a nadie, esperando que fructifiquen. Si no es así, no se lamenta porque sabe que no es único, que algún otro santo civil vendrá un día a hacer el bien donde él no ha podido hacerlo. Acepta sus sentimientos sublimes porque ha dejado de temer la locura. Aunque se burlen de él, o le tachen de absurdo, no se prohíbe amar a todos los seres que vivieron en el pasado. No los ve como ejércitos de pasivos difuntos, sino como energías vivas que nos aportan su esperanza -tal como el viento hincha las velas de un navío- y nos empujan hacia el futuro, ese en que nos convertimos en la Consciencia del universo. Tampoco se impide amar a los que vendrán. Haciéndose ancestro de millares y millares de vidas, sabe que el mal que se haga se mantendrá durante cinco o más generaciones y que los actos positivos repercutirán en miles de años. El viejo santo ama a los otros porque los ve como de su familia -incluidos animales, vegetales, minerales. Bendice cada ser o cosa que entra en su campo de percepción, no porque crea que otorga milagrosamente la salud sino porque desea con todo su ser dársela a todos: en su interior, ha dejado de ser una fortaleza defensiva para convertirse en un templo abierto. Respeta cada palabra, cada sentimiento, cada deseo, cada necesidad. Aunque los vea desviados, al mismo tiempo conoce su esencia sagrada. Sabe que siempre la raíz del odio es el amor. Establece muy claramente la diferencia entre la crueldad del mundo aparente -aquel que la historia cree real- y el mundo tal como es en su esencial potencialidad. A través de la agresión, de la injusticia, de la necedad bélica, busca y encuentra la belleza divina, así como se puede encontrar una perla dentro de una ostra. Nunca se deja absorber por los acontecimientos negativos, a pesar de padecerlos. No es un iluso, se da cuenta más que nadie de la codicia general, de la insania, de la decadencia, pero no las convierte en definición de la realidad. El recipiente de oro que contiene basuras no es basura. 
El santo civil ve todo el tiempo a los otros como sus Maestros. Cada ser le aporta una lección, pues con sus cualidades le muestra lo que se debe hacer y con sus defectos le enseña lo que no se debe hacer. Cuando se encuentra frente a un prisionero del Yo personal, vampiro de energía obsesionado en someter a su capricho a los demás, lo considera un tirano útil porque le da la oportunidad de luchar contra sus reacciones de antipatía y vencerlas. Aprender a amar a los enemigos, aunque éstos nunca le correspondan, es el mejor ejercicio para su corazón. 
El santo civil no vive en un tiempo que los no-mutantes llaman «normal». Aceptando que pronto se sumergirá en el vacío, lo ve en función de la eternidad. Comparados con la unidad infinita, los problemas personales dejan de amargarlo. Son sólo obstáculos momentáneos, dificultades soportables, no forman parte de su ser esencial. Si tiene deudas, injustas o merecidas, las paga como puede, sin perder la calma. Sabe que todo sucede en una escala más vasta que la que percibe el Yo personal. 

El santo civil, aceptando que su organismo pertenece al reino animal y consciente de que ha nacido con sexo, afirma que el deseo sano es sagrado. Admite -sin por ello perder su pureza- el placer, y si está inscrito en su destino, fundará una familia. Sabe que la castidad y la virginidad perpetuas son neurosis egoístas, producidas por una educación religiosa equivocada que tiene como raíz el incesto. 

El santo civil, puesto que su Yo personal -cristalizado en un Yo superior, unido a un Yo esencial, al servicio del Dios interior- no se interpone entre ese inmenso amor que lo habita y el mundo, comprende y perdona. Es consciente de que vive en una sociedad implacable donde pululan ladrones, criminales, estafadores, locos, prostitutos capaces de traicionar por dinero sus convicciones, padres ausentes, madres invasoras, hermanos celosos, familias crueles. Sin embargo perdona, porque reconoce que se trata de una desgracia colectiva. No hay culpa individual. Con su mirada enraizada en la eternidad, el santo civil ve cuanto ocurre como el gran desarrollo histórico de una especie que asciende -con crisis, errores o peligros de extinción- del nivel animal al angélico. En esencia, sufrimientos útiles, semejantes a los del gusano que se retuerce en su capullo para surgir metamorfoseado en mariposa... El santo civil sabe que el ser humano no es, sino que está siendo. Sus descendientes, algunos siglos después, con agradecimiento y cariño, lo verán como él ve hoy a los antropoides. ¿Cómo entonces no va a perdonar, a través de sus propias heridas, el mal que le hicieron? Perdonar es comprender las causas del daño. El santo civil, sin descuidar su propia vida, hace lo posible por ser útil a los demás, sin nunca juzgarlos. En vez de luchar contra el rencor y la locura, hace lo necesario para ponerlos al servicio de la creatividad... Sin embargo, sabiendo que una cosa es dar y otra obligar a recibir, ayuda hasta donde puede, y si el otro se encierra en su búnker, no insiste. Sólo trata de acompañarlo sin intervenir. Jehová dice: «Si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma» (Ezequiel 3, 19). 

El santo civil toma como un deber expresar lo que piensa. Si se le escucha, se siente bien. Si no se le escucha, no se perturba. Aunque no pueda cambiar al otro y aunque arriesgara su vida, le revela qué remedio es el que le convendría. Y le indica lo que él hizo consigo mismo: comenzó a analizar su desequilibro, separó sus cuatro egos, los liberó de sus escorias, los llevó a su más noble expresión y les dio una unidad. Supo domar a su Yo personal, enseñándole a inclinarse humildemente ante la Esencia y a tratar a los otros con bondad y delicadeza. «Para poderte amar, debo aceptar que bajo esa capa de imperfecciones eres perfecto. Si siento que a tu Esencia debo quitarle o agregarle algo, es que no la estoy viendo como una obra divina. Pero hay una frontera interna donde las críticas se esfuman. Es una felicidad que seas tú mismo, sin que yo ni nadie te adultere.» Un santo civil no intenta cambiar a los otros, porque para él los otros son sagrados. En un jardín, se limitará a aspirar el perfume de las flores, sin quitarles ni añadirles pétalos. Regará la tierra donde crecen, y si ve abrirse un capullo, lo celebrará tanto como si en el cielo naciera una nueva estrella. El santo civil sabe que todo rechazo, todo dolor, si hemos desarrollado nuestra consciencia, se transforma en oportunidad.

Una monja japonesa, entrada ya la noche, pide albergue en una aldea. Le cierran las puertas, expulsándola sin piedad. Se tiene que refugiar junto a unos árboles, temblando de frío. Al llevarse el viento las nubes, dejando lucir una luna llena, la monja ve que los árboles son cerezos. Al darles la luz, comienzan a florecer. La religiosa agradece el rechazo que le ha permitido asistir a la maravillosa eclosión de esas flores.

Fin

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Consejos de Alejandro Jodorowsky, en Cabaret Místico” 
Imagen: Vicente Martí 
Intervención de Imagen: Manny Jaef 

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