jueves, 23 de julio de 2015

El Perverso Narcisista Y La Agresión Materna (Cuarta Parte)


Para un perverso, el placer supremo consiste en conseguir la destrucción de un individuo por parte de otro y en presenciar ese combate del que ambos saldrán debilitados y que, por lo tanto, reforzará su omnipotencia personal.
Sembrar la duda mediante alusiones, o al guardar silencio sobre ciertos asuntos, es una hábil manera de atormentar al compañero, de reforzar su dependencia y de cultivar sus celos. Los celos mantienen a la víctima en la duda de una manera distinta a la envidia, la cual desencadena unas motivaciones que ya conocemos.

- Nos hallamos en una lógica del abuso de poder en la que el más fuerte somete al otro. La toma de poder se lleva a cabo mediante la palabra. Se trata de dar la impresión de conocer mejor las cosas, de detentar una verdad, «la» verdad. El discurso del perverso es un discurso totalizador que enuncia proposiciones que parecen universalmente verdaderas. El perverso «sabe», tiene razón, e intenta que el otro acepte su discurso con el objetivo de arrastrarlo a su terreno.
Se instaura un proceso de dominación: la víctima se somete y el agresor la subyuga, controla y deforma. Si a la víctima se le ocurre rebelarse, se le llamará la atención sobre su agresividad y su malignidad. De todas formas, se establece un funcionamiento totalitario que se basa en el miedo y que procura obtener una obediencia pasiva: la víctima debe actuar tal como lo espera el perverso y debe pensar según las normas de este último. El espíritu crítico deja de ser posible. La víctima existe en la medida en que se mantiene en la posición de doble que se le asigna. Se trata de negar y de aniquilar cualquier diferencia.

El agresor establece esta relación de influencia en su propio beneficio y en detrimento de los intereses de su víctima. La relación con ésta se sitúa en el registro de la dependencia, una dependencia que se atribuye a la víctima, pero que ha sido proyectada por el perverso. Cada vez que el perverso narcisista expresa conscientemente sus necesidades de dependencia, se las arregla para que éstas no puedan ser colmadas: o bien la demanda supera las capacidades del otro y el perverso aprovecha para denunciar su impotencia, o bien la demanda se realiza en un momento en que no se puede responder a ella.
La violencia perversa se establece de una manera insidiosa y, a veces, bajo una máscara de dulzura o de benevolencia. La víctima no es consciente de que hay violencia y, a veces, puede llegar a pensar que ella es la que conduce el juego. El conflicto no es nunca un conflicto declarado. Si la violencia se puede ejercer de una forma subterránea, es porque se produce una verdadera distorsión de la relación entre el perverso y su víctima.

Plantar cara al dominio supone arriesgarse a ser odiado. En cuanto empieza a resistirse, la víctima, que se había convertido en un mero objeto útil, se transforma en un objeto peligroso del que hay que desembarazarse como sea. La estrategia perversa se revela entonces con toda claridad.
La fase de odio aparece con toda claridad cuando la víctima reacciona e intenta obrar en tanto que sujeto y recuperar un poco de libertad. A pesar de la ambigüedad del contexto, intenta establecer unos límites. Algo le hace pensar «¡Hasta aquí hemos llegado!», ya sea porque un elemento exterior le ha permitido tomar conciencia de su servidumbre —generalmente, esto sucede cuando ve que su agresor se ensaña con otra persona—, ya sea porque el perverso ha encontrado a una nueva víctima potencial e intenta obligar a la precedente a marcharse acentuando su violencia.
Cuando el perverso descubre que su víctima se le está escapando, tiene una sensación de pánico y de furor. En ese momento, él mismo se desata.
Cuando la víctima es capaz de expresar lo que siente, hay que hacerla callar.
Se produce entonces una fase de odio en estado puro extremadamente violenta. Abundan los golpes bajos y las ofensas, así como las palabras que rebajan, que humillan y que convierten en burla todo lo que pueda ser propio de la víctima. Esta armadura de sarcasmo protege al perverso de lo que más teme: la comunicación.

Cuando hay violencia física, sí hay elementos exteriores que están ahí para atestiguar lo que sucede: informes médicos, testimonios oculares, o informes policiales. Pero en una agresión perversa no hay ninguna prueba. Se trata de una violencia «limpia». Nadie ve nada.

- El perverso intenta que su víctima actúe contra él para poder acusarla de «malvada». Lo importante para él es que la víctima parezca responsable de lo que le ocurre. El agresor utiliza una debilidad de su víctima —una tendencia depresiva, histérica o caracterial— para caricaturizarla y conseguir que ella misma se desacredite. Hacer caer al otro en el error permite criticarlo o rebajarlo, pero, sobre todo, se le proporciona una mala imagen de sí mismo y se refuerza su culpabilidad.
Cuando la víctima no controla suficientemente la situación, basta con cargar las tintas en la provocación y el desprecio para obtener una reacción que luego se le podrá reprochar. Por ejemplo, si su reacción es la ira, se procura que todo el mundo se dé cuenta de ese comportamiento agresivo, de tal modo que hasta a un espectador exterior se le pueda ocurrir llamar a la policía. Los perversos llegan incluso a incitar al otro al suicidio: «Pobrecita mía, no tienes nada que esperar de la vida, no entiendo cómo no has saltado todavía por la ventana». Después, al agresor no le cuesta nada presentarse como una víctima de una enferma mental.
Frente a alguien que lo paraliza todo, la víctima se siente acorralada y en la obligación de actuar. Pero, obstaculizada por el dominio al que está sometida, sólo puede hacerlo mediante un arranque violento en busca de su libertad. Un observador externo considerará como patológica cualquier acción impulsiva, sobre todo si es violenta. El que responde a la provocación aparece como el responsable de la crisis. Para el perverso, es culpable, y para los observadores externos, parece que sea el agresor. Lo que éstos no ven es que la víctima se encuentra acorralada en una posición en la que ya no puede respetar un modus vivendi que para ella es una trampa. Tropieza con un doble obstáculo y, haga lo que haga, no puede salirse con la suya. Si reacciona, aparece como la generadora del conflicto. Si no reacciona, permite que la destrucción mortífera continúe.
El perverso narcisista obtiene tanto más placer al atacar la debilidad de su víctima, o al desencadenar su violencia, cuanto que esto la conduce a autocondenarse y a no sentirse orgullosa de sí misma. A partir de una reacción puntual, se le cuelga el sambenito de caracterial, de alcohólica o de suicida. La víctima se siente desarmada e intenta justificarse como si fuera realmente culpable. El placer del perverso es doble: primero, cuando engaña o humilla a su víctima; y luego, cuando evoca delante de ella la humillación. La víctima, entonces, vuelve a caer en la trampa, mientras que el perverso narcisista aprovecha de nuevo la situación, preocupándose, sin confesarlo, de presentarse otra vez como víctima.

Puesto que no se ha llegado a decir nada y no se ha realizado tampoco ningún reproche, no es posible presentar ninguna justificación. Con el fin de encontrar una salida de esta situación imposible, la víctima puede caer en la tentación de comunicarse, ella también, mediante manipulaciones y guardando silencio sobre algunas cosas. La relación se vuelve entonces equívoca: ¿quién es el agresor y quién el agredido? Para el perverso, lo ideal es que se acabe identificando a su víctima como «malvada», de tal modo que esa malignidad se convierta en algo normal, que todo el mundo asume. El perverso intenta inyectar su propia maldad en su víctima. Corromper es su objetivo supremo. Y alcanza su máximo placer cuando consigue que su víctima se vuelva también destructora.
Su fuerza de destrucción depende en gran medida de la propaganda que difunden para mostrar a los demás hasta qué punto su víctima es «malvada» y por qué resulta, por lo tanto, razonable llamarle la atención. A veces lo logran, y consiguen asimismo la colaboración de aliados a los que también manipulan mediante un discurso que se basa en la burla y en el desprecio de los valores morales.

- El narcisismo. La personalidad narcisista se describe como sigue y tiene que presentar al menos cinco de las siguientes manifestaciones (en mi caso, él presenta todos los puntos menos el de envidiar a los demás):

—el sujeto tiene una idea grandiosa de su propia importancia;
—lo absorben fantasías de éxito ilimitado y de poder;
—se considera «especial» y único;
—tiene una necesidad excesiva de ser admirado;
—piensa que se le debe todo;
—explota al otro en sus relaciones interpersonales;
—carece de empatía;
—envidia a menudo a los demás;
—tiene actitudes y comportamientos arrogantes.

La descripción de la patología narcisista que Otto Kernberg realizó en 1975 se aproxima mucho a lo que hoy en día se define como perversión narcisista: «Los rasgos sobresalientes de las personalidades narcisistas son la grandiosidad, la exagerada centralización en sí mismos y una notable falta de interés y empatía hacia los demás, no obstante la avidez con que buscan su tributo y aprobación.

Sienten gran envidia hacia aquellos que poseen algo que ellos no tienen o que simplemente parecen disfrutar de sus vidas. No sólo les falta profundidad emocional y capacidad para comprender las complejas emociones de los demás, sino que además sus propios sentimientos carecen de diferenciación, encendiéndose en rápidos destellos para dispersarse inmediatamente. En particular, son incapaces de experimentar auténticos sentimientos de tristeza, duelo, anhelo y reacciones depresivas, siendo esta última carencia una característica básica de sus personalidades. Cuando se sienten abandonados o defraudados por otras personas, suelen exhibir una respuesta aparentemente depresiva pero que, examinada con mayor detenimiento, resulta ser de enojo y resentimiento cargado de deseos de venganza, y no verdadera tristeza por la pérdida de una persona que apreciaban»

Fin

Fuente de Información: El acoso moral, el maltrato psicológico

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