miércoles, 6 de agosto de 2014

El Baile De Los Mentirosos

Al volver a su casa de improviso, un comercial encuentra a su mujer en la cama con un enano. 
Cogiendo un fusil de caza, se precipita hacia la infiel gritando: 
-iJuraste no engañarme nunca más! 
-Pero, querido, ¿qué te pasa? ¿No ves que estoy tratando de acabar progresivamente con ese hábito? 

Generalmente, tendemos a tergiversar la realidad para justificamos. Cada vez que alguien nos muestra nuestros errores, encontramos excusas y nos transformamos de inmediato en abogados defensores. Dando una buena imagen de nosotros mismos queremos evitar un castigo o un reproche y obtener en su lugar aplausos o ventajas. Cuando el marido engañado dice «¡Juraste no engañarme nunca más!», nos está indicando que su mujer se ha acostado con otro u otros hombres y que, después de amargos reproches o quizá incluso violencia, por su juramento -por supuesto falso- ha sido perdonada. Reincide esta vez con un enano, es decir, con un hombre con menos altura que su marido, pero no con menos calidad de sexo... La esposa tiene deseos insatisfechos, y busca que otro le dé lo que su marido no puede darle. Así, en vez de sentirse culpable o presentar excusas, aceptando las concepciones morales del marido, debería respetarse y proclamar con dignidad su pasión por el enano. El centro sexual sólo si está satisfecho puede dejamos libres para realizamos espiritualmente. Hablamos del genuino deseo, no del deseo exacerbado por desviaciones patológicas.

Podríamos aplicar también este chiste a la religión, la política, la ciencia o cualquier otro sistema de pensamiento. Todos los sistemas, debido a la incapacidad humana de conocer la total realidad, están basados en creencias. La verdad es aquella que, por fe, decidimos que es la verdad... Verdad que nos es útil sólo en un momento determinado de nuestra vida. Sin embargo tenemos la libertad de cambiar de sistema. Toda relación es la resultante entre lo que el otro cree ser y lo que nosotros creemos que es. El factor que sostiene los intercambios es la confianza. Sin confianza, nuestras realidades virtuales se esfuman.

-¡Qué bonito traje llevas! -dice una persona a su amigo. -Es un regalo de mi esposa.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué motivo?
-Por ningún motivo concreto, fue así sin más. ¡Y con qué delicadeza me lo ofreció! El otro día, cuando regresé a mi casa más temprano de lo previsto, mi mujer dormía una siesta en el dormitorio y el traje estaba sobre una silla, al Iado de la cama. 


No debemos avergonzarnos de ser lo que somos y no lo que los otros quieren.
De todas maneras, en esencia lo que no somos -aunque queramos serlo - no lo seremos. Y lo que somos -aunque no queramos serlo- lo seremos siempre.
Para cambiar al mundo debemos cambiar nuestros pensamientos. Ese comercial, dándose cuenta de que ama una imagen que no existe, en vez de intentar cambiar a su esposa debería cambiar la concepción que él tiene de ella.

-¡Mi marido me enerva! ¡Imagínate: mi criada está embarazada!
-¿Fue el autor del golpe?
-Es totalmente incapaz de hacerlo, pero lo que me exaspera es que se va a jactar de ello en todas partes. 


Hay personas que aprovechan cualquier oportunidad para mentirse. Se imaginan que son lo que los demás piensan que ellos son, para lo cual construyen falsas imágenes de sí mismos. Si los otros se las creen, sienten que de verdad son eso que se han inventado.

A este tipo de mentirosos, en la infancia nadie les enseñó a amarse a sí mismos. Para formarse bien, el niño depende de una justa mirada de sus padres. Ellos deben verlo como es y no como quieren que sea. Muchas veces los progenitores tienen planes para sus hijos que no se ajustan a su verdadera naturaleza.

Una madre judía pasea a sus dos niños. Alguien le pregunta qué edad tienen, y ella responde:
-El doctor tiene cuatro añitos y el abogado dos y medio. 
El individuo crece pensando que lo que sus familiares quieren que él sea, eso es lo que vale en él; y que lo que en realidad él es, eso no vale nada. Vive sintiéndose vacío, sin significado, culpable de existir. Convierte su ser en una apariencia, tratando de hacer válido lo que finge. Delante de los otros miente y en soledad se miente a sí mismo, convencido de que esos adornos adoptados son su auténtica médula. Su vida cotidiana es como la de un actor en una permanente obra de teatro. Emborracha a sus interlocutores contándoles sus aventuras, siempre creíbles. Para hacerles tragar una gran mentira la rodea de cien pequeñas verdades... Con astucia anticipa en parte las sospechas de sus oyentes, dando por anticipado respuestas a las preguntas que sin duda se le harán. Esta mitomanía le permite soportar su desvalorización y enfrentar una realidad difícil y dolorosa para él.

Pregunta Pedrito:
-¿Mamá, los peces crecen?
-Claro que sí, hijo mío. Por ejemplo, fíjate en la trucha que pescó tu padre el domingo: cada vez que habla de ella, aumenta medio kilo. 

La mentira es progresiva, nos encadena a su falsa realidad. Estamos ante un dilema: o confesar la verdad o seguir mintiendo para justificar las primeras mentiras.
Un mundo que, como un globo muy inflado, terminará explotando. Es posible también que, conscientes de no amarnos a nosotros mismos, o nuestro trabajo o a la familia, recurramos a una droga para acallar nuestra conciencia y sentimos mejor.

Un sargento arresta a un soldado que llega al cuartel completamente borracho.
-Imbécil, si no bebieras, podrías llegar a ser sargento.
-No me preocupa -dice el ebrio-. Cuando bebo soy coronel. 


Preferimos una mentira agradable a una dolorosa verdad. El cerebro suele funcionar eligiendo entre dos males siempre el menor. A veces, desarrollar una enfermedad mortal nos es menos doloroso que aceptar que no somos amados.

Un borracho entra en su casa completamente manchado de lápiz de labios y hecho un desastre.
Su mujer le pregunta:
-¿Qué te ha pasado?
y el borracho le responde:
-¡No me vas a creer, me peleé con un payaso! 


Temiendo un drama conyugal, el mentiroso utiliza dos técnicas: omitir (que estuvo en un bar) y falsear (que no estuvo con una mujer sino con un payaso). ¿Cuántas veces nuestra memoria, para ocultar un abuso infantil, omite revivir el trauma? ¿Cuántas veces nos hemos dicho que aquel pariente que nos dañó nos amaba? En el caso del abuso, se nos hace vivir algo que no corresponde a nuestra edad o bien no nos dejan vivir algo que sí nos corresponde, y el trauma se amalgama a nuestra identidad haciéndonos creer que el sufrimiento que nos causa forma parte de lo que somos, obligándonos por tanto a aferramos a él, a buscar siempre eliminar sus dolorosos síntomas sin que nunca lo afrontemos. Terminamos siendo cómplices del abuso: lo que nos hicieron en la infancia seguimos haciéndonoslo nosotros mismos. Nos convertimos en nuestro propio verdugo. Si antes nos privaron de algo, ahora nosotros nos privaremos de lo mismo. Si ayer se abusó de nosotros, hoy nos relacionaremos con personas que abusan. Así, un niño, que para vivir necesita ser amado por sus padres, si éstos por cualquier razón no lo aman, no lo atienden, lo abandonan o se divorcian, acabará diciéndose que «Fue por mi culpa, no merezco ser amado, resulto tan desagradable que me pusieron en otras manos, fui incapaz de mantenerlos unidos...», pero nunca aceptará que fue porque no lo quisieron: llegar a esta conclusión le provocaría enfermedades, locura o incluso la muerte... Este sentimiento de culpabilidad, de forma abierta o solapada, le produce una profunda desvalorización de sí mismo. Despreciándose, crea personalidades imaginarias, miente. Aunque experimente un insano placer cada vez que es creído, en lo más profundo de su ser sufre por no ser lo que inventa.

En una pequeña aldea, un abuelo sabio pone a prueba a sus cuatro nietos, tres varones y una hembra.
-Cada uno de vosotros debe tomar una gallina y matarla en un lugar donde nadie lo vea. Al que lo haga mejor le regalaré esta flauta de madera hecha con mis manos. 
Los muchachos y la niña parten decididos a obtener el trofeo. Al cabo de cierto tiempo, el primero en regresar, depositando ante los pies del anciano su gallina muerta, le informa con mucho orgullo:
-A pesar de que en todos los lugares hay gente, fui al bosque, trepé a la copa del árbol más alto y ahí, oculto entre las ramas, la degollé. 
Llega el segundo nieto y también, ufano, deposita ante los pies del abuelo su gallina muerta.
-Me sumergí con ella en el río para, debajo del agua, abrirle el vientre... 
El tercer muchacho, a su vez con aires de triunfador, entrega su animal muerto.
-Me fui al cementerio y, camuflado por la sombra de una tumba, le estiré el cuello.
Por el contrario, la nieta, apesadumbrada, llega con su gallina en los brazos, viva. El sabio le pregunta:
-¿Qué sucedió, señorita? ¿Acaso en la aldea y sus alrededores no hay ningún sitio sin gente? 
-No es eso, abuelo. Usted pidió que matáramos a la gallina donde nadie nos viera. Pero por muy desiertos que estuvieran los sitios donde fui, la gallina siempre me estaba mirando. 
Y el anciano, con una gran sonrisa, entrega a la niña su flauta de madera.

Es imposible mentir a nuestro Yo esencial. Por muy desviada que esté nuestra personalidad, por muy convencidos que estemos de ser eso que otros quieren que seamos, por muy productivas que resulten nuestras mentiras, un ojo interior nos estará indicando la verdad. Aunque nos neguemos a aceptar su mensaje, sentiremos con molesto sufrimiento nuestra traición. Si no nos hemos consumido en la llama interior, convirtiendo en fértiles cenizas nuestros egos, todos inevitablemente mentimos.

Después de un mes de ausencia, Mulá Nasrudín regresa de la capital a su aldea. Feliz, cuenta con gran orgullo:
-¡A mí, Mulá Nasrudín, el sultán me habló! 
Los aldeanos lo ovacionan.
-¡Gloria a nuestro Mulá, el sultán le habló! 
Organizan una gran fiesta en honor de tan ilustre paisano.
En medio de la celebración, un niño se acerca a Nasrudín y le pregunta:
-¿Qué te dijo el sultán? 
-Lo vi salir de su palacio. Entonces corrí, sin dar tiempo a los soldados para que me detuvieran, y me encontré frente al sultán, tan cerca de él como ahora lo estoy de ti, muchachito. 
-¡Ah!, ¿fue entonces cuando te habló?
-Sí, Y me dijo: «¡Quítate de ahí, miserable!». 

El encuentro con el Yo esencial es positivamente transformador: los problemas que nos parecían enormes, ante la visión del infinito, de la eternidad o de la todopoderosa Consciencia divina, se hacen minúsculos. Agradecidos, descubrimos la humildad.

Le cuentan a un hombre que la Verdad existe en algún lugar. Comienza a buscarla por el mundo entero hasta que, al cabo de muchos años, llega a una lejana aldea situada al pie de una montaña. Los aldeanos le dicen que en la elevada cima habita la Verdad. Decide comenzar a escalar la montaña de inmediato. Es una masa rocosa, llena de cactus. Con las manos heridas, la ropa desgarrada, casi muerto de fatiga, después de una ascensión en extremo desagradable, alcanza la cima, en la cual hay una caverna. Al entrar en esa oscura profundidad ve, alumbrándose con una vela, a una vieja sin dientes, cubierta de arrugas, de una fealdad enorme. La bruja le dice, mirándolo con sus ojillos llenos de lagañas:
-¡Soy yo, la Verdad! 
El hombre, asqueado, le responde:
-¡He perdido el tiempo buscándote! ¡Es estúpido haber escalado hasta esta inhóspita cumbre sólo para ver tu monstruosidad! ¡Adiós, Verdad horrible! 
Sale furioso de la caverna. Pero cuando avanza unos metros descubre que el paisaje es maravilloso, que la montaña tiene colores sublimes, que hay flores que no había percibido, pájaros, insectos, mariposas. Los cactus emiten agradables aromas, las piedras brillan como joyas. En el valle, increíblemente fértil, la aldea se alza en medio de una paz admirable. Se da cuenta entonces de que su espíritu ha cambiado porque ve la belleza en todas partes.
Mientras desciende, en pleno éxtasis, escucha la temblorosa y desentonada voz de la vieja:
-¡Espera! ¡Te quiero pedir una cosa!
-¿Qué?
-Cuando llegues abajo, di a todos los aldeanos que soy joven y hermosa. 


El encuentro con la Verdad puede parecemos desagradable, porque para realizar lo que tenemos que realizar debemos perder por completo las ilusiones. Sin embargo, para perderlas debemos antes habérnoslas creado. Primero buscamos una Verdad ilusoria. Después, a fuerza de no encontrarla, la odiamos. Luego, sobrepasando nuestro disgusto, aceptamos lo que es tal como es. En vez de atormentarnos por nuestra ignorancia, sentimos el calor de la felicidad en la médula de los huesos. 



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Consejos de Alejandro Jodorowsky, en Cabaret Místico” 
Imagen: The Dance by Pascal Campion

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